La revisión médica que cambió mi vida.El consultorio del doctor Alcaide

Escrito por medicalgloves El: 30 octubre 2025 , categoria Artículos, Visto 15 veces

La revisión médica que cambió mi vida.

El consultorio del doctor Alcaide olía a desinfectante. La luz fluorescente iluminaba la habitación con una frialdad clínica, pero el aire se sentía cargado de una tensión que nada tenía que ver con la medicina convencional. A su edad, él se sentía fuera de lugar, su cuerpo desnudo expuesto sobre la camilla, la vergüenza tiñendo sus mejillas de un rojo intenso. La bata blanca de la enfermera Sara, ajustada a su figura delgada y con sus pantimedias blancas brillando bajo la luz, parecía más una uniforme de dominación que de cuidado. Sus ojos azules, fríos y calculadores, lo observaban con una mezcla de profesionalismo y algo que no podía identificar, pero que lo hacía sentir aún más vulnerable.

—Túmbate, por favor —ordenó Sara con una voz firme, pero no desprovista de una cierta dulzura que lo hizo obedecer sin cuestionar.

Él se recostó sobre la camilla, sintiendo el frío del vinilo contra su piel. Sara se movió con eficiencia, sus manos enguantadas ajustando las correas alrededor de sus tobillos, brazos y torso. Cada movimiento era preciso, como si hubiera practicado este ritual cientos de veces. Las correas apretaban lo suficiente para inmovilizarlo, pero no tanto como para causarle dolor. Sin embargo, la sensación de estar atado, de no poder moverse, lo llenó de una excitación que no esperaba.

—Relájate —dijo Sara, su voz ahora más suave, mientras colocaba una venda sobre sus ojos—. Esto es parte del proceso.

La oscuridad lo envolvió, y de repente, el mundo se redujo a los sonidos y las sensaciones. Escuchó el crujido de la puerta al abrirse y los pasos firmes del doctor Alcaide acercándose. El aroma a loción masculina y desinfectante se mezcló en el aire, y sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral.

—Buen día, joven —dijo el doctor con una voz grave y autoritaria—. Veo que Sara ya te ha preparado.

No respondió. Su garganta estaba seca, y las palabras se le atascaron en la boca. Sintió las manos enguantadas del doctor recorrer su cuerpo, inspeccionando cada centímetro de su piel con una meticulosidad que lo hizo sentir como un objeto, no como una persona. Los dedos del doctor presionaron suavemente su pecho, su abdomen, sus muslos, y luego, sin advertencia, descendieron hacia su ingle.

—Interesante —murmuró el doctor, y él sintió un cosquilleo en el estómago al escuchar el tono de aprobación en su voz.

Sara se acercó, su presencia anunciada por el suave roce de sus pantimedias contra el suelo. Sintió sus manos en sus caderas, sosteniéndolo en su lugar mientras el doctor continuaba su examen. Los dedos del médico se deslizaron hacia su ano, y él contuvo la respiración, su cuerpo tensándose instintivamente.

—Relájate —repitió Sara, su voz ahora más cerca, casi un susurro—. Confía en nosotros.

El doctor presionó, y él sintió una punzada de dolor seguida de un placer extraño y profundo. El tacto rectal lo hizo gemir, un sonido ahogado que se perdió en la habitación. Las manos de Sara se movieron hacia su pene, masturbándolo con un ritmo constante que lo hizo arquearse contra las correas.

—Buena lubricación —comentó el doctor, su voz ahora más ronca—. Pero necesitamos asegurarnos de que todo funcione correctamente.

Antes de que pudiera procesar lo que eso significaba, sintió un objeto frío y delgado presionando contra su uretra. El dilatador uretral entró con facilidad, y un gemido de sorpresa escapó de sus labios. El placer y el dolor se mezclaron en una sensación abrumadora, y su cuerpo comenzó a traicionarlo, respondiendo a estímulos que no podía controlar.

—Ahora el catéter —anunció el doctor, y él sintió otro objeto deslizándose dentro de él, esta vez más profundo, más invasivo.

Sara aumentó el ritmo de su masturbación, sus dedos enguantados moviéndose con una precisión que lo llevó al borde del orgasmo. El tacto prostático del doctor, combinado con la presión del catéter, lo hizo perder el control. Grito, su cuerpo temblando mientras el orgasmo lo recorría, su semen mezclándose con la orina que fluía en un squirting sin control.

—Excelente —dijo el doctor, su voz llena de satisfacción—. Pero aún no hemos terminado.

El sonido de un cinturón desabrochándose lo hizo girar la cabeza, aunque la venda lo mantenía en la oscuridad. Sintió el peso del doctor sobre él, la calidez de su cuerpo contra el suyo, y luego, sin advertencia, la penetración. El doctor lo tomó con fuerza, su pene duro y sin piedad, moviéndose con un ritmo que lo hizo gemir una y otra vez.

Sara no se quedó atrás. Con una mano, continuó masturbándolo, esta vez usando la sonda uretral para aumentar la sensación. Con la otra, se tocó bajo su bata, su respiración acelerada delatando su propia excitación. Sus gemidos se mezclaron con los suyos, creando una sinfonía de placer que llenó la habitación.

—así, siente como te penetramos por tus dos agujeros hasta que no puedas mas. No importa que llores, grites, te orines o eyacules, eres nuestro. —murmuró el doctor, su voz ronca y llena de deseo.

Él sintió su cuerpo tensarse de nuevo, el orgasmo final acercándose con una intensidad que lo abrumó. El doctor gruñó, su ritmo acelerándose, y luego, con un último empuje, se corrió dentro de él. Sara gimió, su mano moviéndose con urgencia bajo su bata, alcanzándolo al mismo tiempo.

La habitación se llenó de suspiros y gemidos, el aire pesado con el olor a sexo y desinfectante. Él yacía exhausto, su cuerpo aún temblando de las sensaciones que lo habían abrumado. Sintió las correas aflojarse, las manos de Sara liberándolo con suavidad.

—Ha sido un placer, joven —susurró el doctor, su voz ahora más suave, casi cariñosa—. Hasta la próxima.

Sara retiró la venda de sus ojos, y la luz fluorescente lo cegó por un momento. Miró a su alrededor, su cuerpo aún temblando, y se dio cuenta de que la vergüenza había desaparecido, reemplazada por una sensación de satisfacción que no podía explicar.

—Descansa —dijo Sara, su voz ahora gentil—. Tu madre regresará pronto.

Él asintió, demasiado exhausto para hablar. Se recostó en la camilla, sintiendo el peso de lo que acababa de suceder. El doctor y Sara se retiraron, dejándolo solo con sus pensamientos y la promesa de que, algún día, volvería.




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