ERIC Y EL DOM – El aire en el pasillo era denso,
Escrito por medicalgloves El: 25 agosto 2025 , categoria Artículos, Visto 8 veces
ERIC Y EL DOM –
El aire en el pasillo era denso, cargado con el olor a cuero envejecido y un leve aroma metálico que se pegaba a la garganta. Eric avanzó con pasos cortos, los dedos apretando el asa de su bolso como si fuera un salvavidas. Cada crujido de sus zapatillas contra el suelo de cemento pulido resonaba demasiado alto en el silencio. Sabía que no había vuelta atrás. La puerta de madera oscura al final del corredor, reforzada con herrajes de hierro, estaba entreabierta, y de su interior se filtraba una luz tenue, amarillenta, como la de un quirófano antiguo. No había carteles, ni nombres, ni indicaciones. Solo el conocimiento de que, al cruzarla, dejaría de ser dueño de su cuerpo.
Dentro, el espacio era más amplio de lo que había imaginado. Las paredes, pintadas de un verde militar desvaído, reflejaban la luz de los focos empotrados en el techo, creando sombras alargadas sobre los muebles de acero inoxidable. En el centro, una camilla ginecológica de cuero negro, con estribos de metal frío y correas colgando como serpientes dormidas, esperaba. A un lado, un lavabo de porcelana blanca, manchas de óxido marcando el grifo, y junto a él, una ducha con cortina de plástico transparente. El Dom estaba allí, de pie junto a una mesa de instrumentos, los brazos cruzados sobre el pecho. Vestía un pantalón de cuero negro ajustado y una camisa del mismo material, abierta hasta el esternón, dejando ver un vello oscuro que se perdía bajo la tela. Sus botas, altas y pulidas, brillaban bajo la luz. No sonrió. No hizo falta.
—Desnúdate —ordenó, la voz grave, sin inflexiones. Un comando, no una petición.
Eric tragó saliva. Sus dedos temblaron al soltar el cinturón, luego los botones de la camisa. La tela cayó al suelo con un susurro, seguida de los pantalones, los calcetines. Quedó en boxers, el algodón ya marcando la humedad de su excitación. El Dom no apartó la mirada, los ojos oscuros recorriendo cada centímetro de su cuerpo como si lo midiera, lo evaluara. Lo juzgara.
—La ducha. Lávate. Todo.
El agua cayó fría al principio, un golpe que le arrancó un jadeo. Eric se enjabonó con movimientos mecánicos, las yemas de los dedos rozando su propio pecho, los muslos, el vientre. El jabón olía a antiséptico, a hospital, y eso solo hizo que su corazón latiera más rápido. Sabía que no era un paciente. Era algo peor: era un juguete. Cuando cerró el grifo, el silencio regresó, pesado, y entonces lo escuchó: el crujido de un plástico siendo desenrollado.
Afuera, el Dom tenía las prendas extendidas sobre la mesa. Las medias de nylon, tan finas que parecían hechas de niebla, brillaban bajo la luz. La máscara de látex, negra y lisa, tenía agujeros solo para la nariz y la boca, como si estuviera diseñada para ahogar identidades. Y las braguitas… blancas, de lycra elástica, con un bulto en la entrepierna que delataba su propósito. Eric las tomó entre los dedos, sintiendo el frío del material, la suavidad engañosa.
—¿Problemas? —preguntó el Dom, acercándose por detrás. Su aliento caliente rozó el hombro de Eric.
—No, señor —murmuró Eric, aunque sus manos no dejaban de temblar.
Se las puso. Primero las medias, deslizándolas por las piernas con cuidado, sintiendo cómo el nylon se pegaba a su piel aún húmeda. Luego la máscara, que se ajustó a su rostro con un chasquido húmedo, el látex oliendo a goma nueva y algo más, algo químico. Por último, las braguitas. Tuvo que respirar hondo para meterse en ellas, la lycra estirándose alrededor de su pene, comprimiéndolo hacia abajo, hacia el espacio vacío donde debería estar algo más. El tejido se ajustó a sus testículos, apretándolos levemente, y Eric contuvo un gemido. Estaba duro. Dolorosamente duro.
—Buen chico —el Dom pasó un dedo por el contorno de su cintura, donde la tela blanca se clavaba en la carne—. Ahora, a la camilla.
Eric obedeció. El cuero estaba frío bajo su espalda, los estribos fríos como hielo cuando levantó las piernas y apoyó los talones en ellos. El Dom no perdió tiempo. Las correas se cerraron alrededor de sus muñecas primero, luego los tobillos, tirantes hasta que la piel cedió. Otra correa le inmovilizó el pecho, otra más la cintura. Cuando la mordaza de cuero se ajustó entre sus dientes, el sabor amargo del sudor y el látex llenó su boca. La venda sobre los ojos lo sumió en una oscuridad absoluta.
El sonido de los guantes de látex siendo estirados lo hizo estremecerse.
—Respira —la voz del Dom estaba más cerca ahora, casi un susurro—. Esto va a doler.
El primer contacto fue en los pezones. Los dedos enguantados, fríos y resbaladizos por el lubricante, los pellizcaron con precisión quirúrgica. Eric arqueó la espalda, un gemido ahogado escapando de su garganta. El dolor era agudo, pero bajo él, como un río subterráneo, corría el placer, caliente y espeso. El Dom no se detuvo. Torció, apretó, hasta que los pezones de Eric estaban duros como piedras, sensibles al rozar el aire. Entonces, una mano descendió.
El tacto en su pene fue casi reverencial. El Dom lo acarició a través de la lycra, sintiendo el contorno del glande no circuncidado, la vena palpitante en el dorso. Con un movimiento rápido, tiró de la tela hacia un lado, liberando su erección. El aire frío lo hizo estremecerse.
—Tan sensible —murmuró el Dom, pasando el pulgar por la abertura del glande. Eric jadeó, las caderas moviéndose instintivamente hacia arriba—. Vamos a ver cuánto puedes aguantar.
El lubricante goteó sobre su vientre, frío al principio, luego tibio al esparcirlo el Dom con los dedos. Lo untó por todo el pene, el escroto, el perineo, con movimientos circulares que hacían que Eric se retorciera en sus ataduras. Cuando dos dedos presionaron detrás de sus testículos, buscando, Eric contuvo la respiración.
—Aquí está —el Dom encontró el punto exacto, justo donde la carne era más blanda. Lo masajeó con firmeza, y Eric sintió cómo su cuerpo respondía, traicionándolo. Un chorro de pre-semen escapó de su glande, pegajoso, caliente—. Buen chico. Ya estás goteando.
Las ataduras en sus testículos llegaron sin aviso. Una correa de cuero, ajustada hasta que el dolor fue un latido constante. Eric intentó hablar, pero la mordaza lo redujo a un quejido incomprensible. El Dom no le dio importancia. En cambio, tomó un pequeño bastoncillo de madera entre los dedos y lo golpeó suavemente contra el escroto atado.
El dolor fue instantáneo, eléctrico. Eric se encogió, las piernas temblando en los estribos, pero el Dom no se detuvo. Golpe tras golpe, rítmico, calculado. Y entonces, entre el dolor, algo más: una presión en la base de su espina dorsal, un calor que se extendía desde su entrepierna hasta el estómago. Su pene palpitó, y sin aviso, el orgasmo lo atravesó como un relámpago. El semen brotó en chorros espesos, salpicando su propio pecho, el vientre, mientras su cuerpo se sacudía en espasmos incontrolables.
—No pares —ordenó el Dom, y el bastoncillo volvió a caer.
Eric se corrió de nuevo, esta vez con un grito ahogado, el placer y el dolor entrelazados hasta que no supo dónde terminaba uno y comenzaba el otro. Su vejiga cedió. El calor de la orina brotó sin control, empapando sus muslos, las manos del Dom que lo sujetaban por las caderas. El olor a amoníaco se mezcló con el del semen, el sudor, el látex. Eric lloraba ahora, las lágrimas resbalando bajo la máscara, la vergüenza y la excitación quemándole por igual.
El Dom no dijo nada. En cambio, se quitó un guante con un chasquido y lubricó el dedo que quedó al descubierto. Eric lo sintió antes de verlo: la presión en su ano, insistente, implacable. No hubo aviso. No hubo preparación. Solo el dedo entrando, curvo, buscando.
—¡Ah—! El grito de Eric se ahogó en la mordaza cuando el Dom encontró su próstata. El placer fue tan intenso que sus dedos se crispieron, las uñas clavándose en las palmas. El Dom lo penetró una y otra vez, el dedo moviéndose en ganchos precisos, mientras su otra mano seguía golpeando sus testículos, ahora hinchados y rojos.
—¿Quieres más, pequeño? —susurró el Dom, la boca tan cerca de su oído que Eric sintió el calor de sus labios a través del látex.
Eric asintió, o intentó hacerlo, pero su cuerpo ya no respondía. Solo temblaba, jadeaba, colgando de un hilo entre el éxtasis y el colapso. El dedo dentro de él se retorció una última vez, y esta vez, cuando el orgasmo lo golpeó, no hubo semen. Solo un vacío ardiente, un espasmo que lo dejó sin aliento, los músculos internos contrayéndose alrededor del dedo del Dom como si intentaran tragárselo entero.
El Dom se retiró lentamente, y Eric sintió el frío donde antes había estado el calor de su cuerpo. Quedó allí, temblando, la respiración entrecortada, el cuero de la camilla pegajoso bajo su espalda. El silencio era casi peor que el dolor.
—Buen comienzo —dijo el Dom al fin, la voz teñida de algo que podría haber sido satisfacción, o quizá solo el preludio de algo más oscuro—. Pero esto no ha terminado.
Eric escuchó el crujido de los guantes siendo desechados, el sonido de un cajón siendo abierto. No preguntó qué venía después. No tenía voz para hacerlo. Solo esperaba, con el corazón aún acelerado y el cuerpo marcado por el placer y la sumisión, sabiendo que lo peor—o lo mejor—estaba por venir.
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