PERDIENDO EL CONTROLElla estaba sola en su habitación, el sonido lejano

Escrito por Cautivadoporti El: 29 septiembre 2024 , categoria Artículos, Visto 113 veces

PERDIENDO EL CONTROL

Ella estaba sola en su habitación, el sonido lejano del tráfico nocturno apenas era un murmullo tras las paredes. El día había transcurrido como cualquier otro, con su habitual eficiencia en el trabajo, las tareas en casa y las conversaciones cotidianas con su marido. Pero ahora, en la quietud de la noche, cuando todo parecía detenerse, algo dentro de ella comenzaba a desmoronarse. La rutina que tanto la definía, el control absoluto que ejercía sobre cada aspecto de su vida, se estaba desvaneciendo.
Sentada al borde de la cama, con las manos sobre el regazo, podía sentir cómo su cuerpo empezaba a traicionarla. Un calor subía por su piel, no por el calor de la habitación, sino por algo mucho más profundo. Cerró los ojos, y como tantas veces antes, el pensamiento de ese hombre misterioso apareció. Esa figura misteriosa que nunca se había materializado, pero que siempre estaba presente, acechando en los rincones de su mente.
Esta vez, su imaginación la llevó más lejos. No era solo la fantasía pasajera de un roce o una mirada. Era algo más tangible, más real. Sentía las cuerdas alrededor de sus muñecas, ajustándose con suavidad pero con firmeza. El primer pensamiento fue de alarma, un reflejo de su mente acostumbrada a tener el control que se resistía a la idea de estar atada, expuesta. Pero la sensación de las cuerdas la envolvía, haciéndola sentir vulnerable de una forma extrañamente placentera. Nunca había estado así antes, y la incertidumbre de no tener el control, de no poder decidir, era lo que más la inquietaba. Y, al mismo tiempo, lo que más la excitaba.
En su mente, él estaba allí, observándola, estudiando cada una de sus reacciones. No la tocaba todavía, no había prisa. Ella podía sentir cómo sus propias respiraciones se hacían más profundas, más erráticas, a medida que imaginaba su mirada recorriendo su cuerpo, como si ya estuviera desnuda, aunque la ropa aún cubriera su piel. Pero ella sabía que no quedaría vestida por mucho tiempo. En su fantasía, podía ver cómo él se acercaba lentamente, casi sin hacer ruido, y sentía sus dedos, apenas un roce sobre su clavícula, deslizándose con una ligereza que la hacía estremecer. Era un contacto sutil, calculado, pero en su mente era como si hubiera encendido una llama dentro de ella.
Tragó saliva, con el cuerpo tenso, pero entregado. En algún lugar de su mente, la mujer responsable seguía luchando. Esto no es real, se repetía. Eres una mujer casada, una profesional exitosa. No tienes por qué sentir esto. Pero cada vez que esos pensamientos afloraban, otra parte de ella —más primitiva, más libre— respondía con una voz más fuerte. No se trata de lo que tienes que hacer, sino de lo que deseas. Y el deseo era arrollador, imposible de ignorar.
En la oscuridad de su imaginación, las cuerdas ya no eran simplemente ataduras; eran una liberación. Cada nudo, cada vuelta alrededor de sus muñecas y tobillos, era como si algo en su interior se liberara. Sentía su cuerpo tensarse y relajarse al mismo tiempo, como si el simple hecho de estar contenida la hiciera más consciente de cada parte de sí misma. Cuando imaginó como él deslizába su ropa por los hombros, la sensación de la tela contra su piel fue un recordatorio de su exposición. No podía esconderse, ni de él ni de sí misma.
Los dedos de él recorrían su piel lentamente, pero no era sólo el contacto físico lo que la hacía temblar. Era la forma en que la hacía esperar, la forma en que jugaba con su mente, sabiendo exactamente lo que provocaba en ella. Cada roce, cada pequeño gesto, la hacía sentir más y más vulnerable, más y más fuera de control. Y, sin embargo, nunca se había sentido tan viva.
Cuando llegó el momento de imaginar el collar, algo en su pecho se contrajo. No era una pieza decorativa; era un símbolo. En su fantasía, cuando él le colocaba el collar alrededor del cuello, sintió una mezcla de emociones tan intensas que apenas podía respirar. La vergüenza estaba allí, sí, al verse tan desnuda, tan expuesta y sumisa, pero también estaba el placer, un placer tan profundo que le costaba procesarlo. Era como si ese pequeño gesto —el collar deslizándose por su piel— marcara un punto de no retorno. Él no era su príncipe azul, no era el hombre que le prometía amor eterno. Ella ya tenía a su marido para eso. Pero este hombre, en su mente, era el que conocía sus deseos más oscuros, los que ni ella misma había reconocido hasta ahora.
Ella intentó razonar, pero su cuerpo ya había tomado el control. Su respiración se hizo más rápida, más superficial. Sentía las manos de él recorriéndola, no apresuradas, sino metódicas, como si estuviera tomándose su tiempo para saborear cada reacción, cada estremecimiento. Sus dedos, expertos en la paciencia, tocaban sus puntos más sensibles con una precisión que la hacía perder la noción del tiempo. Estaba inmovilizada, completamente entregada, y aunque una pequeña parte de su mente seguía resistiéndose, sabiendo que esto estaba mal, que había algo de traición en estos pensamientos, el deseo la superaba.
Recordó la charla previa, la negociación imaginaria de límites, los términos que habían acordado. Era una escena que había revisado una y otra vez en su mente: él, sentado frente a ella, mirándola con calma, preguntando qué deseaba, qué temía, dónde estaban sus límites. En ese momento, había sentido una mezcla de emoción y miedo, una sensación de vértigo al pensar en lo que estaba a punto de entregarle. Pero había dicho que sí. Sabía lo que eso significaba.
Ahora, inmersa en esa fantasía, ella ya no tenía dudas. Lo deseaba con una intensidad que no podía contener. Él no era su esposo, y no lo sería nunca, pero tampoco lo necesitaba para eso. Lo que necesitaba de él era diferente, algo que ni siquiera había podido verbalizar hasta ahora. Su mente estaba en conflicto, con breves remordimientos que aparecían y desaparecían como chispas, pero su cuerpo ya había decidido. Ella quería esto. Quería que él la tomara, que fuera él quien tuviera el control sobre su placer, sobre su excitación. Quería sentirse indefensa, saber que en ese momento, no era responsable de nada más que de experimentar el placer de su propia sumisión.
Y mientras imaginaba cómo sus dedos seguían recorriéndola, mientras su mente proyectaba cada pequeño gesto de él, comprendió que, al final, había encontrado algo que no podía controlar. Pero, sorprendentemente, en esa rendición, había encontrado una nueva forma de poder.


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