Segunda parte del relato…La levantó sin ceremonia, como si pesara nada,
Escrito por Solnocturno El: 22 diciembre 2025 , categoria Artículos, Visto 30 veces
Segunda parte del relato…
La levantó sin ceremonia, como si pesara nada, y la condujo al centro de la habitación. En la penumbra, la vela proyectaba parpadeos naranjas sobre la pared, dibujando la sombra de ambos como una sola figura retorcida. En sus dedos apareció un carrete de cuerda de seda negra que había dejado preparado sobre la mesita de madera oscura; hacía apenas un instante le había parecido inofensivo, pero ahora, al rozarla, transmitía un escalofrío glacial que se le metió bajo la piel para quedarse.
Solnocturno rodeó su muñeca izquierda con la cuerda, apretó, pasó la seda entre la piel y el hueso, y anudó con un tiro preciso. Ella sintió que la circulación se estrechaba, pero no al punto del dolor: era la sensación exacta de quedar atrapada sin posibilidad de escape. Repitió la operación con la derecha y, por último, cruzó ambos lazos por detrás de su espalda, tensándolos hasta que sus codos quedaron separados del torso y su pecho se proyectó hacia adelante. Un tirón más y comprendió que ya no podría bajar los brazos sin su permiso.
«Respira», ordenó él con su voz grave que parecía provenir del suelo mismo. Ella inhaló, notando la seda que marcaba su piel, y asintió. Entonces Solnocturno se colocó detrás de ella, tomó la cremallera lateral del vestido y la bajó lentamente. El tela susurró al deslizarse; el aire de la estancia le chocó contra los muslos, contra el vientre, contra las nalgas ya anticipadas. Con un solo movimiento levantó la falda hasta su cintura, dejando el pañuelo de lencería que apenas cubría su monte de Venus expuesto a la luz temblorosa. La humedad de su piel se evidenció al instante; un relámpago de anticipación le recorrió la columna.
«Vas a aprender a disfrutar de tu entrega», susurró él al oído de ella, mientras una de sus manos descansaba sobre su cadera y la otra se perdía entre tela y carne hasta rozar el borde húmedo de los labios mayores. Ella contuvo el aliento: el primer contacto fue suave, explorador, un círculo hipnótico alrededor de su clítoris que despertó chispas en todo su cuerpo. Solnocturno lo mantuvo así, apenas rozando, hasta que ella empezó a arquearse instintivamente, buscando más fricción. Entonces él se alejó justo el centímetro necesario para negárselo, y el gemido frustrado que escapó de su garganta retumbó entre las paredes.
Sin avisar, la mano se alzó y bajó con fuerza sobre su nalga izquierda. El sonido seco del impacto se mezcló con su propio quejido. El calor instantáneo que brotó bajo la piel fue tan intenso como el estallido de dolor; pero, para su sorpresa, el dolor se transformó casi de inmediato en una pulsación dulce que le llegó hasta el coñó. Él leyó su cuerpo como si fuera braille: otro azote, más fuerte, luego un tercero que la hizo saltar sobre la punta de los pies. Cada vez, la palma de Solnocturno se posaba después sobre la zona enrojecida, transmitiéndole el calor, acariciando la piel sensibilizada, antes de repetir.
Entre los golpes, sus dedos empezaron a vagar de nuevo por su sexo: separaron los labios, hallaron el húmedo interior, deslizaron uno, luego dos dedos dentro de ella con un ritmo que imitaba el latido que ya le bombeaba en las sienes. Ella notaba cómo su coñó se abría y se estrechaba al compás de las embestidas, cómo el placer y el dolor se entretejían, cómo cada azote la hacía apretar en torno a los dedos de él como si quisiera retenerlos para siempre.
Solnocturno aceleró: embestida, azote, embestida. Ella ya no sabía cuál de los dos dolores —el de la mano sobre su carne o el de los dedos golpeando su punto g— la acercaba más al borde. «Relájate y déjate llevar», repitió, y ella obedeció. Dejó caer la cabeza hacia atrás, apoyándola contra el pecho musculoso de él, permitiendo que cada estallido se convirtiera en una ola mayor que se rompía en su vientre. Los músculos de su abdomen empezaron a temblar; un gemido se transformó en un aullido contenido cuando él, sin previo aviso, enfocó su pulgar en su clítoris y lo presionó con círculos rápidos mientras curvaba los dedos internos hacia arriba, masajeando esa zona que hacía que su visión se nublara.
La tensión fue un arco que se alzó hasta romperse: de su interior brotó una sacudida violenta que le subió la espalda, le sacó la lengua de un modo casi animal y, acto seguido, un chorro caliente escapó de ella, salpicando sus muslos y las alfombras orientales. El squirt la dejó sin aliento, con el corazón martilleando contra las cuerdas; las piernas le fallaron, pero Solnocturno la sostuvo, rodeándole el torso para impedir que se desplomara. Ella temblaba de pies a cabeza, su coñó palpitante, sus nalgas ardiendo, la conciencia flotando a medio camino entre la realidad y un éxtasis que parecía no terminar.
Cuando los espasmos cesaron, él empezó a desatar los nudos con dedos serenos, pausados, casi rituales. Cada vuelta de la cuerda le devolvía sangre a sus muñecas y, con ella, una sensación de regreso a sí misma. Al liberarla del todo, la jaleó hacia él; ella cayó rendida contra su pecho, empapada en sudor y en sus propios jugos, jadeando como si acabara de correr una maratón. Él la estrechó con fuerza, acariciándole el pelo enmarañado, susurrando palabras que ella apenas distinguía pero que resonaban en algún lugar primitivo de su cerebro: valía la pena, había cruzado el umbral, era suya.
«Ahora sabes», dijo él al final, cuando su respiración volvió lo bastante a normal para comprender, «que el placer puede venir de donde menos lo esperas». Ella alzó la mirada, encontrando sus ojos oscuros y brillantes, y en ellos halló una mezcla de orgullo, ternura y voracidad contenida. No era una voracidad que exigiera más en ese momento, sino la promesa de que este viaje apenas comenzaba.
Ella asintió, sin palabras porque ninguna le cabía en la boca. Solo un «gracias» ronco, que pronunció contra su clavícula mientras se fundía en el abrazo. El olor de él —cuero, jabón de sándalo y el sudor de ambos— se grabó en su memoria con la misma fuerza que el ardor en sus nalgas y el eco húmedo en sus muslos. Sabía que, cada vez que cerrara los ojos en los días venideros, reviviría la sacudida de aquel squirt, la sensación de quedar atada, la seguridad de que, pese a estar sometida, había encontrado una libertad nueva.
Solnocturno la alzó en brazos sin esfuerzo y la llevó de vuelta a la cama de sábanas de seda, tendiéndola con la misma suavidad calculada que había empleado para azotarla. Le colocó una manta ligera sobre el cuerpo pero no se alejó; se sentó a su lado, acariciándole la frente mientras ella recuperaba el control de sus pulsaciones. El silencio que los envolvía tenía la textura de un pacto: ella le había confiado su sumisión y él la había conducido a un clímax que ni ella misma sospechaba capaz de experimentar.
Cuando por fin cerró los ojos, agotada, supo que este era el comienzo de una cadena de recuerdos que la despertarían en mitad de la noche con el sexo empapado y el deseo reaparecido. Y supo, también, que él lo sabía; que ambos compartían ese conocimiento oscuro y ardiente, como se comparte una llama que se alimenta de la propia carne, sin fecha de caducidad.
Así quedaron, envueltos en penumbra y en la promesa tácita de que, cuando ella estuviera lista, el siguiente paso sería más profundo, más lejano y más exquisito. El placer había venido de donde menos lo esperaba, y ahora que lo había probado, ya no podría —ni querría— olvidar su sabor.
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